Y no era extraño, ya que, cuando estudiaba allí, siempre estaba de vacaciones en esas fechas. Más tarde, ya tan alejado de mi vida juvenil, hubiese sido aún más raro ir en una noche tan particular. Pero, sin saber por qué, ese veinticuatro de diciembre (martes, para más señas) se me ocurrió ir misa. Hacía décadas que no iba a la Misa del Gallo, y no se me ocurrió mejor sitio para recuperar aquella vieja costumbre que la iglesia del Espíritu Santo. Creí que era una buena idea.
La noche no era particularmente fría, pero, a esas horas y a finales de diciembre, tampoco se podía decir que hiciese calor, la verdad.
Me entretuve un poco a la salida, mirando la sobria fachada de ladrillo. Eran muchos los recuerdos que me asaltaban. Normal, después de tantos años sin pasar por aquel lugar, tan frecuentado por mí durante mi infancia y juventud.
Los asistentes a la misa desaparecieron como por ensalmo. Tampoco era sorprendente, aunque la verdad es que no me di cuenta de que se había ido todo el mundo hasta que, pasados unos pocos minutos, me encontré a mí mismo delante de la puerta principal del instituto. Parecía permanecer tal como estaba en los viejos tiempos, con ese gran arco superior que protegía la entrada que daba paso a la avenida que, flanqueada por una hilera de chopos, descendía en suave pendiente, pasando por delante de los jardines de la Prepa.
Quise mirar a través de la blanca rejilla de la puerta peatonal y, al sujetarla, observé que se movía. ¡No estaba cerrada!
Fue una oportunidad demasiado tentadora como para despreciarla. Entré. La oscuridad y el silencio eran casi absolutos. Muy a lo lejos, se escuchaba el eco de algunos petardos. Nada más.
A mi izquierda, la caseta junto a la que siempre estuvo el Pipe con su cesta se mantenía en su sitio, próxima a la pared lateral de la iglesia. Y, casi frente a ella, la sólida estatua de Minerva montaba guardia, sujetando con firmeza su lanza en la mano diestra.
No me sorprendió verla (debería decir "intuirla", porque la ausencia de luz no daba para más de eso). Lo que había tras ella era imposible de distinguir. Seguí andando y pasé, una tras otra, por delante de las tres graciosas marquesinas que servían de refugio a las zonas ajardinadas de las seis clases que tenía la planta baja de la Prepa. La profunda penumbra que las encubría les daba un cierto aspecto amenazante que, en mi opinión, podía tener efecto disuasorio ante cualquier malintencionado intruso nocturno. Yo, por el contrario, sentí alivio al comprobar que allí seguían, como elemento protector de las sucesivas generaciones de niños que, a lo largo de los años, habíamos pasado por esas aulas.
Al final del edificio, sobre la puerta que daba acceso a la que, en su día, fuera Escuela Preparatoria, se mantenía en su sitio el delicado relieve de Ángel Ferrant, 'La escolar'. Al mirarlo, me pareció recordar que esa obra había sido Premio Nacional de Escultura... unos cien años atrás. ¡Cómo pasa el tiempo!
Giré a mi derecha y pronto me encontré en la plaza del Caudillo. Para mí, como para tantos otros, ese era el verdadero centro del Ramiro. Estaba totalmente vacía y eso no me extrañó. No quiero decir que estuviese vacía de gente (que también, claro), sino que no estaba la estatua ecuestre de Franco. Sabía muy bien que hacía décadas desde que, como era lógico, había sido retirada. Me resultó curioso que, sin la escultura ni el pedestal sobre el que estuvo colocada, la plaza pareciese más pequeña. "El paso del tiempo reduce el tamaño de las cosas", pensé. Y, para reafirmar mi improvisada teoría, me dije a mí mismo: "No hay más que ver lo que ocurre con la ropa que mantenemos varios años guardada en el armario". Desde luego, fue un razonamiento fugaz sobre el que no quise profundizar por el motivo que a todos se nos ocurre, pero, también, porque, sin necesidad de detenerse en explicaciones, resulta obvio que ambas sensaciones, aunque con efectos menguantes las dos, responden a causas muy diversas.
Lo que descubrí poco después sí me produjo un vuelco en el corazón: a un lado y otro de la plaza, sendas placas metálicas, de fondo azul y letras blancas rezaban: "Plaza de Antonio Magariños". Al principio, dada la reinante oscuridad, dudé de haber leído bien los carteles, pero, tras acercarme a uno y otro, comprobé que estaba en lo cierto.
Sumido en un profundo sentimiento de alegría, subí los cinco escalones que dan acceso a la puerta principal del edificio y me di de bruces con la segunda gran sorpresa. En la parte superior de la escalera, sobre el rellano desde el que, ya a la misma altura que el vestíbulo, se pasa al interior, una esbelta columna de mármol, de más de metro y medio de altura, servía de soporte a un busto, en bronce, de don Antonio. Me costó trabajo leer la inscripción: "Antonio Magariños · Magister · 1907 - 1966".
Mi alegría fue inmensa. Era evidente que las nuevas generaciones del Ramiro de Maeztu y, muy en particular, sus cuadros directivos y los miembros de los claustros que se habían sucedido desde el fallecimiento de quien fuera el alma del instituto durante un cuarto de siglo, habían sabido reconocer y celebrar su legado, aprovechando, de paso, la imborrable aureola de su persona como inigualable formador de cuantos alumnos pasaron por aquellas aulas, para prestigiar a un centro educativo que fue modelo a seguir por cuantos han perseguido la excelencia humana y académica. Mi corazón, poco antes alterado por el descubrimiento de las placas que daban nombre a la plaza, latía ahora con acelerada urgencia. "Gaudeamus igitur", me dije (creo que en voz alta) a mí mismo. ¡Qué inteligentes habían sido quienes tomaron esa decisión para mayor honor de este nuevo instituto, heredero de las pasadas glorias del viejo Ramiro y, también, del Instituto Escuela, cuyo testigo había recogido, en su momento, don Antonio como jefe de estudios!
Ebrio de felicidad, crucé el umbral de la puerta y atravesé el vestíbulo, encaminándome a las escaleras por las que tantas veces, día tras día, subí y bajé con mis compañeros. Y allí seguían, inasequibles al paso de las décadas, como si sus escalones de mármol blanco y negro estuviesen recién colocados entre esas paredes alicatadas con sus característicos azulejos de color celeste. No pude evitar subir. Las aulas del primer piso estaban todas cerradas, por lo que continué mi ascensión, con el ánimo embargado por un cóctel de emociones difícil de digerir con sobriedad.
Entre piso y piso, me encontré con un espacio con varias puertas orientadas hacia la plaza. Claro, ya apenas lo recordaba, pero allí, a la derecha, estaba la sala de música. Subí los escalones con mucho cuidado, iluminando mis pasos con la luz de mi teléfono móvil y comprobé que esa puerta también estaba cerrada. No pude entrar, pero, justo al lado de ella, a la altura de la vista de todo el que hubiese llegado hasta allí, había un elegante cartel blanco que anunciaba: "Sala de Música Leopoldo Querol". ¡Qué bien! Habían bautizado con su nombre aquel espacio tan especial, en el que el gran pianista que, por algún enrevesado capricho del destino, fuera nuestro catedrático de Francés (no de Música), además de uno de los mejores concertistas de piano de la época, diera varios conciertos. En ese momento recordé que cuando nos preguntábamos, siendo estudiantes, el porqué de esa curiosa circunstancia, pensábamos que, al no tener cátedra la asignatura de Música, como tampoco la tenía Religión (ni Formación del Espíritu Nacional, si a eso vamos, ya que jamás nadie prestó en el Ramiro la más mínima atención a esa materia, muy devaluada en nuestro tiempo), se nombró a Querol para la de Francés por su indiscutible importancia artística, como prueba de reconocimiento a su categoría y talento.
En ese mismo rellano había otras dos puertas de madera y cristal, de aspecto serio, sobrio y elegante. Cerradas, también. Pero no me importó, porque los respectivos carteles que pude ver junto a ellas me compensaron con creces. Uno decía: "Sala de Profesores Manuel Mindán". Y el otro: "Biblioteca Jaime Oliver".
Me sentí un privilegiado por haber sido alumno de una institución responsable, capaz de reconocer, en su auténtico valor, a aquellos grandes personajes, quienes, haciendo gala de una enorme generosidad y una singular vocación por la Enseñanza Media (esa que Antonio Magariños siempre calificó como la más relevante en la formación de una persona), habían renunciado a puestos de mayor relieve (en una universidad, por ejemplo) para dedicar sus vidas a la educación de varias generaciones de jóvenes. Fuimos miles los que disfrutamos ese privilegio.
El orgullo que siempre sentí por haber sido alumno del Ramiro se veía, ahora, multiplicado por el de comprobar que quienes estaban dirigiendo el instituto no desmerecían a sus ilustres antecesores, al honrar su memoria con esa solemne devoción que distingue a los espíritus nobles de los advenedizos oportunistas que reniegan del pasado de la institución que dirigen, por miedo, tal vez, a no resistir la comparación con quienes les precedieron.
Cansado y feliz, emprendí el camino de vuelta. Era muy tarde. Me despedí de Minerva al salir, tuve un cariñoso recuerdo para nuestro Pipe, y dejé la puerta cuidadosamente cerrada al salir a la calle de Serrano, donde tenía aparcado el coche.
* * *
Desperté, bien entrada la mañana de Navidad, en el sofá de mi cuarto de estar, con la televisión encendida delante de mí. Estaba perfectamente vestido. Y, si lo hice (seguía teniendo sueño), fue porque sonó el teléfono: mis hijos y mis nietos me esperaban a comer. Siempre lo hacíamos así, porque éramos más de Navidad que de Nochebuena. De toda la vida, nos había gustado disfrutar de una velada previa íntima y, por lo general, solitaria, para celebrar todos juntos una agotadora jornada navideña, en la que los más pequeños eran los protagonistas.
¿Cuándo me había quedado dormido la noche anterior? No lo recordaba bien. Seguramente, me puse a ver un rato la tele, a mi vuelta del Ramiro. ¡Cómo me había gustado la improvisada visita a mi viejo instituto! Había sido una autentica aventura. ¡Qué recuerdos! Y, sobre todo, esa sensación de alegría y felicidad, surgida de mis descubrimientos nocturnos. Don Antonio, Querol, Mindán, Oliver... ¡Todos ellos recordados y homenajeados por la nueva dirección para que su memoria, que es la del propio Ramiro, permanezca viva para siempre!
Sin embargo... sí recordaba haberme sentado un rato en el sofá después de cenar, a ver la televisión mientras hacía tiempo para la Misa del Gallo. Hasta recuerdo haber pensado: "Menudos rollos nos ponen siempre por Nochebuena. Como sigan así me voy a quedar dormido".
Bueno, da igual. El caso es que esta Nochebuena ha sido la mejor de mi vida. Brindaré por ello luego, en la comida de Navidad. Claro que es posible que mis hijos (y, aún más, mis nietos) piensen que estoy loco cuando levante mi copa y diga: ¡Viva don Antonio Magariños! ¡Viva el Ramiro!
Pero, como decía otro profesor del Ramiro: "¿Lo habéis entendido todos? Pues, quien no se entere, peor para él".
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