jueves, 26 de noviembre de 2015

Cuatro fotos sugerentes y un misterio

La celebración del pasado 20 de junio dio para mucho. No solo quedarán de ella en nuestra memoria todas aquellas imágenes vividas en primera persona por cada uno de nosotros, sino que, también, van a permanecer en el recuerdo otras, menos concretas, pero poseedoras de un significado muy intenso, pese a que hayan quedado recogidas como meras instantáneas, relativamente casuales.
Aquí, vamos a compartir cuatro fotografías poco corales, pero llenas de sugerencias implícitas. De ellas resaltaremos algún aspecto que nos llame la atención a primera vista, aunque lo más importante será lo que cada una de estas imágenes os pueda transmitir a quienes os vais encontrando con ellas. Porque, si bien todos tenemos muy grabados aquellos momentos, más o menos, 'oficiales' del acontecimiento, estoy seguro de que, de igual modo, somos muchos los que nos hemos quedado con detalles particulares, más íntimos, que, siendo protagonizados por unos pocos, los sentimos como colectivos y, desde luego como propios.
La primera de las fotos es excepcional. En ella vemos a un Álvaro Martínez-Novillo pensativo, avanzando por un pasillo que recorrió mil veces, inmerso en un universo en el que colisionan pasado, presente y futuro, produciendo un efecto interior, a la vez, secreto y evidente.

Al fondo, en la puerta del 'aula 218', la promoción de 1965 sigue debatiendo, entusiasmada, sobre algunos pormenores de los mejores años de nuestras vidas. Perspectiva y luz aumentan la profundidad emocional de la escena...

A continuación, una imagen estática, a primera vista casi intrascendente, nos muestra un espacio en fuga hacia un final desconocido, a través de un territorio mucho menos frecuentado por los alumnos que el de la instantánea anterior. 

Un mármol impoluto y un aluvión de intensa luz nos hace suponer que el tiempo sigue paralizado en ese corredor, eterno (y, por lo tanto, inmortal) ante nuestros ojos infantiles, ansiosos de encontrarse con cualquiera de aquellos viejos profesores, ahora ya desprovistos de toda connotación que no sea cariñosa y evocadora para el renovado ánimo de sus alumnos, que hoy añoran hasta lo que entonces pudieron llegar a temer de ellos (que, ya lo sabemos, siempre fue insignificante en comparación con lo que nos dieron).
Poco importan en ella los bancos y el arcaico pupitre desubicados o las famélicas y un tanto deslavazadas plantas, que se alinean a ambos lados. Lo que cuenta es la profundidad, la lámpara, los cuatro escalones negros del fondo... 
Todo ello conforma un encuadre que invierte el valor del paso del tiempo entre dos superficies blancas paralelas.

Magnífica es la tercera foto. Y merecedora de una atención detallada. De momento, la composición de la escena ya es una obra de arte, en sí misma.
Manolo Rincón (nuestro compañero del 64 que ejerció de cicerone en la visita y que, junto a Rosa María Muro, es el mayor baluarte de la memoria del Ramiro) señala la fotografía, pegada a la pared, del vetusto telescopio del observatorio del Instituto, llamando la atención de Elías Coronado, quien se vuelve, atento a las siempre interesantes explicaciones de Manolo.
Dos promociones descendiendo juntas desde las alturas de una historia común hacia el retorno a la realidad de un universo de recuerdos.

La cuarta nos lleva a la escalera principal del edificio. Una escalera luminosa y vacía, de no ser por la reposada presencia de Juan Pedro Pérez Escanilla y Eusebio Núñez. Ambos comentan, relajados, las primeras incidencias de un día que todavía tiene mucho por vivir. ¿Qué le estaría comentando Núñez a su antiguo compañero? Probablemente lo mismo que cada uno de nosotros compartíamos en el esperado reencuentro con aquellos con quienes tantas veces subimos y bajamos por unas escaleras salvadas milagrosamente de los desconsiderados horrores del tiempo, que tanto han perjudicado a buena parte de la obra de Arniches y Domínguez, reformada en profundidad por Sánchez Lozano.
De nuevo, las luces y las sombras de una y otra parte de la escalera juegan un papel fundamental en el sugerente resultado de la fotografía.

























Pero vamos a cerrar este viaje en el espacio-tiempo (aprovechando el centenario de la publicación de la Teoría de la Relatividad) adentrándonos en una parte de la ecuación no resuelta por el bueno de Einstein.
En nuestra constante búsqueda de material inédito del Ramiro, nos hemos encontrado con algo sorprendente. Una fotografía en blanco y negro del vestíbulo del Instituto, tal como era allá por 1965. No sería una imagen nueva (hay muchas tomas de la amplia entrada del edificio principal) de no ser por un detalle que nos ha llamado poderosamente la atención, ya que, en aquellos años, solo había una placa en la pared: la dedicada a Ramiro de Maeztu, con su inscripción en latín y fechada en 1939, que hoy se encuentra en paradero poco conocido (y cuya recuperación y entrega a nuestro compañero, nieto del escritor de la generación del 98, yo defiendo).
Vemos esa placa, sí, en la pared del fondo, sobre un banco. Sin embargo, no es la única que aparece en la imagen. Otra se observa con nitidez en la parte central, entre las dos puertas. No es una placa conmemorativa cualquiera. Es la placa de la promoción de 1965. Nuestra placa. ¿Cómo es posible que ya estuviese allí, en el mismo sitio en el que, cincuenta años después, fue descubierta por Paco Infiesta, en presencia de todos nosotros?

Pues eso, misterios del tiempo y el espacio, que son magnitudes flexibles, como ya apuntaba la célebre teoría que revolucionó la física hace un siglo.

martes, 10 de noviembre de 2015

Un laboratorio: Ciencias Naturales

El 20 de junio, tras el regreso de nuestra promoción a las aulas, se produjo una cierta dispersión del grupo. Dado que nuestra fotógrafa oficial carecía del siempre conveniente don de la ubicuidad, tomó la decisión de seguir a los que se dirigieron al laboratorio de Ciencias Naturales. No sabemos si fue la más acertada de las opciones pero, al menos, nos dejó algunas instantáneas dignas de ser recogidas en el blog y quedar, así, para la posteridad.

Para hablar de este singular laboratorio, nada mejor que empezar reproduciendo las palabras que de él se recogen en el ya mencionado libro del Instituto, publicado en la segunda mitad de la década de los años cuarenta:




Allí, tras escuchar las documentadas explicaciones de nuestro compañero del 64 Manolo Rincón, pudimos admirar las deterioradas pinturas al fresco realizadas por el señor Aragoneses (sobre cuyo nombre de pila existe alguna confusión ya que, al parecer, hubo dos hermanos, Carlos y Frutos, ambos profesores de dibujo en el Ramiro), fotografiarnos con los nobles restos de Garibaldi y observar lo poco que queda del trabajo de los acreditados taxidermistas, hermanos Benedito.



El aspecto del laboratorio (si a eso vamos, como tantos otros lugares del Ramiro), parecía indicar que seguía en uso, aunque tenemos que reconocer que el orden no era su cualidad más notable (que, sin duda alguna, era su historia).
Los comentarios más frecuentes estaban impregnados de considerables dosis de preocupación por su estado, más que por lo que se veía, por lo que brillaba por su ausencia y, sobre todo, por los pesimistas pronósticos que se cruzaban sobre su futuro.
Que el honorable pasado del Ramiro merece que en sus instalaciones se acometa una profunda intervención es tan evidente como improbable, por lo que nuestra visita conjugó la felicidad de recuperar nuestras vivencias de medio siglo atrás con el natural disgusto por la dolorosa constatación del deterioro de sus dependencias más nobles.



En cualquier caso, no estábamos dispuestos a sufrir, sino a disfrutar y, en consecuencia, la mayoría fuimos capaces de interiorizar nuestras críticas y dejar aflorar lo más importante que allí nos tenía reunidos (que no era otra cosa más que la inmensa alegría de estar, de nuevo, junto a nuestros compañeros, precisamente, en nuestro querido Ramiro). No es de extrañar, por tanto, que hubiese quien ni siquiera apreció los desconchones de las paredes pintadas por D. Carlos Aragoneses (¿o era Frutos?) y opinase que el bueno de Garibaldi estaba más en forma que nunca. Dicen que el amor es ciego.

Los doctores Martínez-Novillo y Valdés se saludan
González de Ubieta y Garibaldi sonríen a espaldas de un compañero sin identificar





González, Pueyo y Gracián tampoco quisieron faltar a la cita con Garibaldi


Motta y Gómez Martín frente a los frascos de culebras y lagartos























jueves, 5 de noviembre de 2015

Los talleres

Existe un libro (con extraordinaria información gráfica), publicado en la segunda mitad de los años cuarenta, en el que se recogen casi todos los aspectos más notables del Instituto Ramiro de Maeztu, expuestos en sus páginas con un entusiasmo más propio de animosos incondicionales (como nosotros, por ejemplo) que de los moderados redactores profesionales que deberíamos suponer (mal supuesto, claro está) eran los encargados de esas tareas.




El libro está editado con un evidente afán de ensalzar las virtudes de nuestro Instituto y, sin duda, persigue su difusión y promoción externa. Parece hecho bajo los auspicios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, ya que hay otros dos de similar formato. Uno de ellos está dedicado al propio Consejo, y el otro, a la iglesia del Espíritu Santo. La curiosidad es que existe, también, una versión en inglés de los mismos. Nos preguntamos quién fue el responsable de convertir el triunfalista leguaje castellano de la posguerra en un texto inglés que, hasta escrito, tiene acento español.

Uno de los capítulos del libro (el titulado 'Trabajos Manuales') está dedicado a los talleres del Ramiro, una de las singularidades más particulares de un centro de estudios que destacaba en su época, sobre todo, por su excelencia académica, pero, también, por la importancia que se daba a otros aspectos educativos, como el deporte, las artes y, mediante estos talleres, a la aproximación a determinadas actividades artesanales, de índole manual.



Como todos sabemos de sobra lo que fueron para nosotros los talleres del Ramiro, transcribo, por lo colorista del texto original del libro, lo que en él se dice:

TRABAJOS MANUALES

Los talleres desempeñan la formación complementaria y contribuyen a educar la voluntad en un sentido de orden y disciplina. 
Constan de varias secciones: Automovilismo, Metalotecnia, Carpintería, Encuadernación, Imprenta, Aeromodelismo, Transmisiones y Fotografía. El trabajo manual en las diversas secciones es obligatorio a través de los diferentes cursos, no tomándose en consideración en los trabajos de los alumnos, la habilidad, pero sí la diligencia. Estos talleres educan en un sentido práctico de la vida y en ellos se realizan trabajos, tan finamente ejecutados, que en algunos casos, por ejemplo, los modelos confeccionados en la sección de Aeromodelismo han hecho posible su presentación en los concursos nacionales verificados en la Escuela militar del Cerro del Telégrafo y se han conseguido premios hoy exhibidos en el Instituto con legítimo orgullo.



No recuerdo que ningún compañero careciese, en el ejercicio de estas labores, de la diligencia exigida, pero sí me constan casos de habilidad reseñable, como puede apreciarse en algunos de trabajos finamente ejecutados (y publicados en nuestro álbum 'Imágenes 1965', esa magnífica recopilación de recuerdos, editada por Luis Bartolomé).








Tampoco soy capaz de acordarme de los talleres de Aeromodelismo y Transmisiones, pero me extraña que siguieran operativos en nuestra época y no nos hubiésemos peleado todos por estar en ellos, aunque es posible que sea mi memoria la que falle, una vez más. Porque lo cierto es que, en algún momento, existieron, como demuestran las bellísimas fotografías del libro que ilustran este artículo, además de la confirmación que hemos recibido de algún miembro de promociones anteriores.
Y de lo que tampoco hay duda es de que, fueran unos u otros, los talleres son otro de los muchos regalos especiales que el Ramiro tuvo para nosotros. ¡Qué suerte la nuestra!