martes, 2 de agosto de 2016

El homenaje a D. Antonio Magariños

Fue el 5 de febrero pasado cuando, siendo conscientes de que si no lo emprendíamos nosotros nadie tenía previsto poner en marcha un acto de homenaje a D. Antonio Magariños, iniciamos el proyecto de llevarlo a cabo, tomando la iniciativa para que su organización fuese una realidad en este año en el que se conmemoraba el medio siglo de su muy temprano fallecimiento, que dejó huérfano al Ramiro de Maeztu.
La entusiasta reacción de todos nuestros compañeros de otras promociones, quienes, de forma inmediata y decidida, se unieron con enorme interés a nuestra propuesta, fue un impulso imparable para que el, aún más que merecido, imprescindible homenaje se convirtiese en realidad.


Pronto fue secundado por las autoridades académicas del propio Ramiro de Maeztu y de la Comunidad de Madrid, que respondieron generosamente a nuestra propuesta y la hicieron suya, como no podía ser de otra forma, para recordar a quien fue motor del mejor instituto de España y figura destacada de la educación y formación de los jóvenes de aquellos años.

Ya hemos comentado en anteriores artículos, los dos actos celebrados el 4 de abril, en el cementerio de la Almudena y en la iglesia del Espíritu Santo. Fueron momentos emocionantes y muy especiales para todos nosotros, que ya permanecerán para siempre en nuestro recuerdo.



Con ellos todavía muy presentes en la memoria, el pasado 18 de mayo, a las seis de la tarde, tuvo lugar en el salón de actos del Instituto un gran homenaje académico, presidido por la viceconsejera de Educación no Universitaria, Juventud y Deporte de la Comunidad de Madrid, Ilma. Sra. Dª. Carmen González Fernández, así como por el director del IES Ramiro de Maeztu, D. Jesús Almaraz Olivares, contando con la asistencia de una hija de D. Antonio, María Ignacia Magariños, varios de sus nietos y otros familiares directos.


El director del Instituto, D. Jesús Almaraz, pronunciando las palabras de apertura






El director del Instituto fue el encargado de abrir la sesión, en un ambiente en el que se conjugaban solemnidad y emociones, dando a muchos la sensación de que D. Antonio nos vigilaba desde detrás del escenario, pendiente, como siempre, de todos nosotros.
El Sr. Almaraz pronunció unas cariñosas palabras, que fueron acogidas por todos con el entusiasmo de ver cómo el tan deseado homenaje a nuestro maestro había superado el territorio del deseo ilusionado y se estaba, en esos precisos momentos, comenzando a materializar en una muy feliz realidad.


Dª Pilar González Guzman, leyendo el texto enviado por su marido, Juan Manuel (Milé) Magariños

No estaba en el programa, pero su hijo Juan Manuel (Milé), que no pudo estar presente a causa de su estado de salud, envió un emotivo escrito sobre su padre que fue leído por su mujer, Pilar González Guzmán, y sirvió de brillante introducción a todo lo que vino después.
Esto es lo que Milé nos dijo de su padre:

Hace medio siglo de aquel día. Estaba fuera, me localizaron, recorrí media Europa y lo encontré muerto. Nunca he llorado así.
Hace cincuenta años. Él vivió pocos más. Somos una familia de muerte fácil. Solo dos hermanos de los siete que éramos, hemos llegado a los setenta años. Ninguno de nosotros conoció a sus abuelos, ni ninguno de sus nietos le conoció a él.

Antonio Magariños fue un profundo creyente, pero su ética era laica; él insistía en ello, quizá, entre otras razones, para distanciarse de aquel negro nacional-catolicismo, de tantos curas que, en expresión suya, no creían en Dios.
Releyendo lo que hay escrito sobre su memoria en internet, entre una mayoría de cosas ciertas y halagadoras, aún pesan una serie de afirmaciones espurias. Lo peor de todo parte del intento de apropiarse de su figura por una fundación llamada Francisco Franco. En su página web se afirma que Antonio Magariños militó en una FET y en unas JONS, lo que es absolutamente falso; como también lo es que estuviera en la cárcel y que en ella hubiera conocido a líderes de la ultraderecha como Ledesma y Maeztu.  Así mismo es falsa  la afirmación de que viajó por diversos países latinoamericanos divulgando pedagogía alguna.
Lo que sí es verdad es que estuvo en 1940 en Alemania con una delegación del Ministerio de Educación Nacional, lo que ha dado pie a interpretaciones mal intencionadas.
Una de las razones de que lo enviaran en esa comisión oficial, pudo ser el hecho de que era uno de los catedráticos más jóvenes y brillantes del país. También estaba su conocimiento del alemán, que aprendió por su cuenta porque era la lengua de la mejor bibliografía sobre los clásicos griegos y latinos y en la que escribió Goethe su Fausto y Hölderlin sus poemas, por los que tanta debilidad sentía. Por último, quizá lo enviaran porque pensaban que tenía “que hacerse perdonar” su pasado reciente en el Instituto Escuela. De hecho, los principios pedagógicos de la Institución Libre de Enseñanza estuvieron siempre presentes en él, incluso años después, al enviar a sus dos hijas y un hijo al colegio Estudio,  heredero de la tradición institucionista.
Se conserva todavía un pequeño cuaderno, una especie de diario íntimo, que escribió durante esa estancia en Alemania para su entonces novia, Pilar Ramón, la que después fue la madre de sus siete hijos. En dicho diario, entre múltiples declaraciones de amor, hay juicios muy duros sobre la Alemania nazi y su política educativa. En él describe, literalmente:
“…Una noche odiosa e infernal pasada entre borrachos: los directivos de la enseñanza del Partido… ¡Qué asco!... es un pueblo bárbaro o por lo menos, el partido que lo dirige. En tales manos se haya la educación en Alemania…”
Recuerdo cómo hablaba sobre lo que supuso la victoria franquista, que le hizo plantearse qué podía hacer él para ayudar a la parte más viva y con más capacidad  de cambio de aquella sociedad, los jóvenes. Y a ello dedicó su vida, incluso renunciando a un futuro de investigador ya iniciado. 

Es bastante asombroso que se conserve viva la memoria de alguien muerto hace cincuenta años, cuando las razones de su persistencia no son ni actos heroicos, ni espectaculares famas literarias, artísticas, deportivas o similares, sino a una labor delicada, cotidiana e interpersonal. Una memoria a la vez frágil y sólida, como el propio Antonio Magariños. Un hombre que huyó siempre de toda clase de glorias, fastos y oropeles y de quien estoy orgulloso de ser hijo.


Estas palabras fueron el primer discurso de esa tarde, tras la ya comentada apertura del acto por el director del Instituto.

D. Miguel Ángel Gómez García, catedrático de Latín del I.E.S. Ramiro de Maeztu




A continuación, intervino D. Miguel Ángel Gómez García, actual catedrático de Latín del Ramiro, seguido de la actuación del grupo de música de alumnos, dirigido por la profesora Dª. Nevenka Galán Bueno.
Ellos como alumnos, y el director, el Sr. Gómez García y la Sra. Galán Bueno como miembros destacados del profesorado, fueron el nexo de unión entre pasado y presente del Ramiro de Maeztu, en el recuerdo de quien fue su figura más notoria.


Dª. Nevenka Galán Bueno y el grupo de música de cámara del Instituto


Después tomó la palabra D. Antonio Moreno Hernández, catedrático de Latín de la UNED, ex-alumno del Instituto e hijo de D. Antonio Moreno García, catedrático de Lengua y Literatura de nuestros años de bachillerato. Y, tras el Sr. Moreno Hernández (que hace unos meses, y en este mismo salón de actos, había sido homenajeado como alumno distinguido del Instituto), se proyectó un vídeo con imágenes de nuestro maestro, que cerraba la que se podía considerar primera parte del acto.


D. Antonio Moreno Hernández, catedrático de Latín de la UNED





El patio de butacas estaba repleto de recuerdos. Alumnos de muchas promociones se habían reunido allí para celebrar la memoria de quien, muchas décadas antes, impulsó sus vidas hacia un futuro mejor, más noble. Muchos, sentados en las renovadas butacas del mismo gran teatro en el que, el 2 de diciembre de 1961, el director general de Enseñanza Media, Ilmo. Sr. D. Lorenzo Vilas López, en representación del ministro, impuso a D. Antonio la banda e insignias de la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio; otros, desde la distancia física y la proximidad del sentimiento. Podría decirse que allí estábamos todos, antiguos profesores, alumnos diurnos y nocturnos, empleados del Instituto, jugadores del Estudiantes, internos...
También vimos, en la primera fila (o nos lo pareció a algunos), a su mujer, Dª. Pilar Ramón, a sus siete hijos, Mercedes, Pitoto, Milé, Javierote, Jesús, María Ignacia y Rafael... Nos gustó, especialmente, ver a Jesús y a su primo Fernando, que tampoco faltó a la cita. 


Aspecto general de la sala


La segunda parte del acto consistió en las intervenciones de tres alumnos que vivieron su relación con D. Antonio desde perspectivas diversas (Letras, Ciencias y Bachillerato Nocturno), todas ellas importantes en el trabajo que Magariños había desempeñado en el Ramiro de Maeztu. 


Óscar Alzaga toma la palabra


El primero de ellos fue Óscar Alzaga, de Letras, y, por tanto, discípulo muy directo de las enseñanzas académicas de nuestro catedrático de Latín quien, como muy bien se encargó de resaltar el propio Alzaga en su discurso, habían ido mucho más allá de la eficaz transmisión del conocimiento de la lengua de Horacio, ya que se habían adentrado en la divulgación entre sus discípulos de los más notables valores de la República Romana, encarnados, muchos de ellos, en uno de los grandes personajes de sus últimos años, previos a la proclamación del Imperio, Cicerón. 
Óscar, catedrático de Derecho Constitucional de la UNED, además, de contribuir personalmente en el acto académico del día 18 de mayo, había encabezado la comisión de alumnos promotora de la organización del homenaje. 



En su interesante intervención nos recordó que, para quienes cursaban Letras en el último año en el Ramiro de Maeztu, las clases de D. Antonio Magariños eran ya un adelanto de las se iban a encontrar en las cátedras más prestigiosas de la universidad. Contó que por regla general, en el Preu de Letras, D. Antonio no ocultaba su preferencia hacia aquellos que iban a cursar Filosofía y Letras -como entonces se llamaba la facultad-, respecto a quienes se encaminaban a Derecho. Pero ocurrió que, en el curso suyo, 1958-59, dio la casualidad de que el autor latino del programa oficial era Cicerón, a quien Magariños había dedicado ya varios textos, ciertamente concisos pero inspirados, en uno de los cuales había reconocido que “con mi devoción al fracasado Cicerón, precisamente por eso, por su fracaso, he querido responder al esclarecimiento de un tema que le fue muy querido: Cum dignitate otium”, entendido este 'digno ocio' como la verdadera paz civil. Sincera aseveración que nos deja entrever que la personalidad de D. Antonio era bastante más compleja de lo que su sobria y respetada figura dejaba entrever.


Y, al hilo de explicar a sus discípulos las virtudes de la República Romana, defendida hasta su violenta muerte por Cicerón, D. Antonio no tenía empacho en afirmar que entonces “ya no hay nada que separe al pueblo de los príncipes, nada reclama ya, no desea revolución alguna, se solaza en su paz y en la dignidad de los mejores (…) y en la gloria de toda la república”, y lo subraya con las propias palabras de Cicerón: “Illa erat vita, illa secunda fortuna, libertate esse parem ceteris, principem dignitate”. Pero cuando escribía esto Marco Tulio, ya era casi un crepuscular espejismo, porque aunque César hubiera desaparecido, su autoritarismo no había sido erradicado, como es universalmente sabido.

Al hablar de Magariños sorteó los tópicos sobre su magisterio y quiso recordar cómo fue precisamente él quien por primera vez hablara a sus adolescentes alumnos, tanto a quienes se iban a dedicar al estudio de las leyes como al de las humanidades, de valores ciudadanos que en aquella época no solían ser universalmente apreciados. Y el propio D. Antonio desliza en uno de sus textos la petición de disculpas al lector por un desahogo personal, que explica “que no es simplemente producido por el malhumor de un profesor de una asignatura proscrita”. Y finaliza su introducción sobre el 'Pro Sestio' de Cicerón con unas singulares palabras:
“A nosotros, los que estudiamos a los clásicos, no nos van las luchas en los congresos, o en la prensa, o en las tribunas públicas. Los que sentimos a Platón, a Cicerón, a Virgilio, a San Agustín, a Boecio, sabemos que hay algo que con todos los adelantos, con todo nuestro arrinconamiento, no se nos puede arrancar: es aquel 'dolorido sentir' de Garcilaso, que tan íntimamente nos recuerda Azorín: quizá eso sea la 'humanitas'.

Puesto que no leyó un texto, sino que habló con un breve guión, Óscar Alzaga ha reconstruido su intervención con posterioridad, recogiendo en estos ocho puntos lo más significativo de su discurso: 

I.- Felicitación al director y a la secretaria de nuestro Instituto, nuestro querido Ramiro, por acoger esta acertada iniciativa de antiguos alumnos que quieren recordar la figura eximia de D. Antonio Magariños. Y adhesión a la sugerencia formulada por un interviniente anterior de homenajear en el futuro a su discípulo, Antonio Torrent, magnífico profesor también de latín, del que el interviniente fue alumno cuatro años.


Agradecimiento a la familia Magariños, por concurrir todos sus miembros que han podido hacerlo, a conmemorar el cincuenta aniversario del fallecimiento de D. Antonio.
Quien habla lo hace desde el magnífico recuerdo de sus clases de latín a los alumnos de los últimos cursos del bachillerato y del preuniversitario “de letras”, que exponía en el aula de música, sentándose en círculo con quienes éramos jóvenes estudiantes.

II.-  Aquellas clases de latín, D. Antonio las impartía siendo muy consciente de que la mayor parte de nosotros no íbamos a estudiar filología latina y ni siquiera íbamos a ser alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras. Éramos simplemente jóvenes que caminábamos hacia licenciarnos en Derecho y consiguientemente no éramos “espíritus elegidos”, con vocación para degustar y conjugar el latín durante el resto de nuestra vida. Y D. Antonio como buen docente, se planteaba cómo convertir en útil su enseñanza a la hora de formar quienes seríamos juristas prácticos y en un pequeño porcentaje, como ocurría en mi modesta persona, acabaríamos siendo también catedráticos en una Universidad, pero no precisamente de latín. Aunque debo públicamente agradecer aquí que las lecciones del profesor Magariños me dejaron huella y aún recuerdo muchas de sus explicaciones.

III.- Sus clases incluían alguna insistencia docente sobre que había que alejarse de la costumbre de utilizar gerundios, muy extendida entre los hombres de leyes en aquella época en que las sentencias de los tribunales tenían sus “resultandos” de hechos probados y sus “considerandos” de argumentos técnico-jurídicos, para lo que D. Antonio recomendaba la lectura de ese libro clásico, chapuzado de fino sentido del humor, titulado: “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”. Naturalmente, también nos hacía traducir textos clásicos romanos, no demasiado complejos en cuanto a su construcción en lengua latina, pero que despertaban interés por su contenido.

IV.- D. Antonio en la mayor parte de las ocasiones hacía traducir a Marco Tulio Cicerón, algunos de cuyos textos había publicado con finas anotaciones suyas. Y esta admiración hacia Cicerón creo que provenía de muchas de las virtudes cívicas que le acompañaron a lo largo de su vida y especialmente a que se trataba de un hombre culto, que había estudiado a Sócrates, Platón y a Aristóteles, junto a otros pensadores griegos, los había asimilado y divulgado en Roma. Cicerón, según sostenía Magariños con acierto, no era un pensador muy original, pero era el gran intérprete de los mejores filósofos griegos que habían iluminado la vida pública de las “polis” griegas; gestó una relectura de esas aportaciones y particularmente de los escritos de Aristóteles para sustentar los principios y valores sobre los que se cimentaba la República romana, que, como sabemos, precede al Imperio. Así Cicerón en plena guerra civil escribe sus diálogos sobre “La República”, en que defiende que sin la concordia la colectividad ni es propiamente sociedad ni puede articularse en Estado, con lo que difundía la idea de armonía que sobre la concordia habían construido con buen tino en Grecia diversos filósofos, desde, cuando menos Aristóteles, hasta los estoicos a la vista de la obra militar y política de un Alejandro Magno que buscaba el entendimiento entre pueblos que hasta entonces se habían desconocido.

V.- El profesor Magariños disfrutaba durante sus clases en el aula de música reconstruyendo ante el grupo de atentos alumnos de letras la figura del Senador Cicerón, exponiendo como dialogaba en público con  otros senadores exponiendo sus tesis y procurando respaldar aquella República frente a todo abuso de poder e intentos de acabar con la convivencia romana para imponer un poder absoluto. Así nos explicaba como Cicerón contribuyó a la construcción del sistema jurídico romano, que perfeccionarán en grado sumo los pretores con su jurisprudencia y otros jurisconsultos, padres del primer Derecho Romano. D. Antonio explicaba la aportación de Cicerón, que dio a la doctrina estoica del Derecho Natural una formulación que se va a extender desde entonces a toda Europa occidental hasta el siglo XIX. Cicerón habla de una Ley eterna y de que todos los hombres ante la misma son básicamente iguales en derechos. Se nos enseñó que para Cicerón la igualdad era una exigencia moral más que un hecho, en términos análogos a como un cristiano entiende que Dios no hace diferencias entre las personas; por ello Cicerón sostiene que debe reconocerse a todo hombre una determinada medida de dignidad y de respeto. Igualmente Cicerón, nos explicaba D. Antonio, sostenía que el Estado, es decir, la República romana debía ejercer el poder que era del pueblo como cuerpo y requería un gobierno justo, por lo que la República romana y su Derecho debían estar sometidos siempre a la Ley de Dios, que era la ley moral o natural. El gran jurisconsulto romano Ulpiano, ya durante el Imperio Romano, seguía apoyándose en la idea ciceroniana en que el Derecho es bien común de un pueblo en cuanto tal y se seguía citando la célebre frase de Cicerón (en Pro Cluentio): “Todos somos siervos de la Ley para poder ser libres”.  
El valor de las leyes en aquel sistema en que el Derecho era la garantía de la búsqueda y logro de la justicia, entendida como suum quique tribuere (dar a cada uno lo suyo), de conformidad con los parámetros de las normas que componían el racionalista Derecho Romano. En la República romana, nos exponía D. Antonio, con la grave excepción de los esclavos, los patricios y restantes ciudadanos gozaban de derechos y libertades que se consideraban naturales y cuyos límites eran concretados por las leyes para salvaguardar los derechos de los demás.

VI.- Aquella tarea docente del profesor Magariños en sus clases de latín se extendía también a aspectos de la estructura real de la sociedad romana. Recuerdo que nos puso el “deber” de traer de casa traducidos unos párrafos de las “Catilinarias”, entre los que había uno en que Catilina se defendía de las acusaciones que Cicerón le formulaba, recordando a este que su cuna era modesta mientras que él provenía de un linaje de alta alcurnia; contestándole Cicerón: “Catilina, Catilina, mi linaje empieza en mí y el suyo puede terminar en usted”. Aquel delicioso cruce de palabras sirvió a D. Antonio para darnos una magnífica lección sobre que Cicerón conocía el capítulo de Aristóteles en “La política”, donde el gran filósofo griego exponía el deterioro y los vicios en que suelen incurrir los miembros de la clase alta, mientras que en las clases medias se cultivan y desarrollan las virtudes del trabajo, el esfuerzo, la búsqueda del interés general. La tesis era asumida y desarrollada por el profesor Magariños para inculcar en nosotros, sus jóvenes y modestos alumnos, el amor al trabajo como forma de legitimar el paso por la tierra en el conjunto de una sociedad en que consumimos el fruto del trabajo de los demás a cambio de que nuestro esfuerzo sirve a su vez a quienes nos rodean.

VII.- D. Antonio, en su condición de óptimo catedrático de latín era un buen intelectual, cuyo pensamiento no se perdía hacia la estratosfera, sino hacia las cuestiones que suscitaba el entorno del Instituto. Hay una prueba tumbativa fácil de aportar sobre esta realidad: el gran impulso que dio al juego del baloncesto en el Ramiro. Como otro de los intervinientes nos explicará su labor en la creación del Club Estudiantes, solo querría testificar que le oí algunos comentarios tras un accidente que sufrió un  alumno en un encontronazo jugando al fútbol. Su buena cabeza dedujo que los golpes y las lesiones en un campo de fútbol son fruto natural de la fuerza con que se dispara el balón, o con que en la carrera se carga con el hombro al jugador adverso, las faltas más o menos tácticas que se hacen con el pie y con las piernas cayendo el adversario y saliendo a veces en camilla del campo. Como contrapunto su reflexión le condujo a no ver esos vicios en un baloncesto que es un deporte de complejas tácticas de ataque y defensa en un campo pequeño, en que la virtud capital consiste en pensar mucho unas jugadas de movimientos precisos que se han de ultimar lanzando el balón no con fuerza sino con precisión. D. Antonio ponía como ejemplo las universidades norteamericanas en que los estudiantes aprendían a jugar al baloncesto y lo practicaban. Y en consecuencia nos recomendaba cordialmente a todos los alumnos jugar al baloncesto. Entre las fotos que hemos pasado a los organizadores del acto para que elijan algunas para su proyección hoy en pantalla, hay dos en que se me ve a mí con otros amigos del grupo de letras. En una portamos una pancarta que literalmente dice: “Ya lo dijo Cicerón: Estudiantes campeón” y en la otra, en que la pancarta, por estar con dobleces, no deja fácilmente leer su texto, se observa que está escrita una frase cuyo final es: “siempre con honor“ y que sobre la pancarta hay clavado en un poste un letrero con tres palabras facilitadas por D. Antonio: “educación, respeto, pulmones”. Preside la trilogía la vocación del profesor Magariños, que dedicó su vida a la educación. La palabra “respeto” resume bien lo que para él era una virtud cívica capital: respetar al discrepante y respetar al adversario en el deporte y en cualquier otra faceta de la vida. Y la palabra pulmones cerraba el cartel, para que no se nos olvidase que teníamos que desgañitarnos animando al Estudiantes. La enseñanza del deporte del baloncesto en el Ramiro se orientaba, no tanto, a la finalidad, por otra parte legítima y razonable, de la formación física y entretenimiento de los que lo practicasen, como a la enseñanza de trabajar en equipo y de ser competitivos, pero siendo especialmente respetuosos con los contrincantes. Los otros equipos tenían muchas cosas positivas en común, mientras el Estudiantes junto a ellas sumaba la expresión de como concebía D. Antonio la educación integral de quienes acudíamos a diario a las clases del Ramiro.

VIII.- D. Antonio Magariños se comportaba como un excelente profesor, al que admirábamos. Buena prueba de ello es el que hayamos organizado este acto, a los cincuenta años de su fallecimiento y que el salón esté prácticamente lleno pese a que sus alumnos supervivientes ya somos mayores. Y otra prueba de la huella que dejó en muchos de nosotros es que a algunos nos contagiase su vocación por la enseñanza. En mi caso yo descubrí esa vocación en los primeros cursos de la licenciatura de Derecho, pero me encontraba proclive a dedicar gran parte de mi vida al estudio y a la enseñanza de conocimientos tras el paso desde los cuatro años de edad a los diecisiete por un Ramiro en que había grandes profesores como D. Antonio Torrent, o los maestros Oliver Asín o  Mohedano, por poner solo algunos ejemplos, entre los que ha de figurar siempre el de D. Antonio Magariños. Y si a lo largo de mi vida he leído bastantes obras sobre Cicerón no me cabe duda de que ello se lo debo al vicio que me contagió D. Antonio. Es tanto lo que influyó positivamente en nuestras vidas que este concurrido homenaje bajo la presidencia del actual director de nuestro querido Instituto no puede saldar una deuda que siempre conllevaremos con nosotros. 

Antón Capitel se dirige a los asistentes al acto



Tras él, Antón González-Capitel, alumno de Ciencias (catedrático de Proyectos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid) nos ofreció un 'Elogio de don Antonio Magariños' cargado de emoción y reconocimiento a su inmensa labor humana y académica, cuyo contenido transcribimos literalmente: 

Antonio Magariños García era madrileño. Había nacido en Madrid en 1907 y murió en 1966, también en Madrid. No soy capaz ahora de hacer memoria de su muerte, que sin duda tuve que conocer en su momento y considerar como una verdadera desgracia, pues tenía tan solo 59 años. Ya estaba fuera del Ramiro y he de confesar que no me acuerdo.
Había estado en el seminario, que dejó para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue luego profesor de Historia del Castellano en la Universidad de Salamanca, profesor más tarde del Instituto de Granada, y en 1935 ganó la cátedra de Latín de Enseñanza Media, cuya plaza sentó, para fortuna de todos, en el Instituto Escuela, como ocurrió también con Jaime Oliver Asín y con Juana Álvarez‐Prida, aunque esta última no tenía el grado de catedrática. 

Parece ser que, en Salamanca, el titular de la cátedra de Historia del Castellano era Miguel de Unamuno, que fue así el jefe de don Antonio. No es una mala coincidencia, desde luego; es, por el contrario, bastante afortunada. Unamuno era considerado entonces como uno de los intelectuales más importantes de España, si no el que más. Pero puede recordarse (y supongo que es verdad, lo leí alguna vez) que cuando Unamuno se presentó a la cátedra de griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, muy joven, y en la que tuvo un contrincante, cuando acabó la oposición, el presidente del tribunal dijo algo así: El tribunal ha de señalar que, en realidad, ninguno de los dos opositores sabe griego, pero cabe esperar que el Sr. Unamuno lo aprenda en el futuro. Y le dieron la cátedra. No es de extrañar, pues, que en tiempos de don Antonio don Miguel fuera el titular de “Historia del Castellano”, disciplina que conocería sin duda mucho mejor que el griego, según esta anécdota, y a pesar de ser vasco. 

Unamuno había dado alguna conferencia en la Residencia de Estudiantes, y fue desterrado a Canarias por enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, y de allí se fugó a París, donde mi padre, que había sido residente, estudiaba ingeniería becado por la Junta de Ampliación de Estudios. Tuvo la fortuna de tratarle algo en la capital de Francia, y de testimoniar que fue allí muy admirado entre artistas e intelectuales, tanto españoles como europeos. Unamuno fue luego republicano y diputado, pero acabó renegando de la República por lo que le parecieron sus excesos. Luego, ya iniciada la guerra, renegó también del Alzamiento, después del conocido incidente con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. Murió en una especie de arresto domiciliario, casi en la cárcel, en la que, muy probablemente, también hubiera ingresado si le hubiera tocado la zona republicana. Pues era uno de los representantes de lo que se ha llamado modernamente “la tercera España”, la de los que se quedaron en el medio, o en ninguna parte. Pues parece que en aquellos tiempos, tan presentes todavía en tantos aspectos, hubo en realidad tres españas y no solo dos. 
¿Qué hizo don Antonio en la guerra civil? No lo sabemos, o al menos, yo no lo sé. Después de la guerra, y ya en la europea, hay ese episodio del informe sobre el régimen nazi, testimoniado por su propio escrito, pero que habrá que poner entre paréntesis y considerarlo, simplemente, como una cosa propia de la época. Demuestra que don Antonio no era perfecto como nadie lo es, y que era un hombre de su tiempo; y quizá con eso, con ese rasgo de humanidad, debiéramos conformarnos.  

Cuando mi familia se mudó a Madrid, mi padre, que había nacido en 1904, que era por tanto coetáneo de don Antonio y que había pertenecido a la Residencia de Estudiantes, fue a ver a Magariños, al enterarse de que había sido catedrático del Instituto Escuela, para pedirle plaza para mí, entrevista que debió de resultar fructífera, pues entré en el curso de ingreso en la Escuela Preparatoria en octubre de 1956. Allí en un solo año fui cambiando sucesivamente de clase y tuve a los profesores Quirós, Moneo, Corral y Muñoz Cobo. 
Como don Antonio, mi padre pertenecía a la generación partida por la guerra civil y, de hecho, pasó de ser republicano a franquista, nunca llegué a saber bien del todo si de corazón o doblegado y resignado por la realidad. Don Antonio, que empezó queriendo ser cura y que era tan católico, parece ser por ello que estaría probablemente algo más desviado ya hacia lo que luego fue el franquismo. Fundado el Instituto Nacional “Ramiro de Maeztu” como intento franquista de emular la enseñanza republicana, y, muy concretamente, apoderándose y transformando el Instituto Escuela (que había sido ya el instituto modelo oficial, pero montado por la Institución Libre de Enseñanza), Magariños fue nombrado Jefe de Estudios ya en 1939. Una jefatura que se parecía al cargo de “prefecto” en los colegios de Jesuitas. O sea, encargados en principio de la ordenación de los estudios, pero dedicados también, incluso sobre todo, al mantenimiento de la disciplina, ello al menos en lo que hace a la imagen que se daba frente a los alumnos. 
Porque nosotros creíamos, pues es lo que veíamos, que el Jefe de Estudios era como el sheriff” del Instituto, el que guardaba el orden público. Ignoro por qué esta obligación se había añadido a la de Jefe de Estudios, cuya misión importante es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía, sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases, acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores, organizar el horario y el calendario, etc., etc… Además, llevaba el orden, lo que hizo con gran éxito y habilidad. ¡Vaya chollo que tuvieron con él! Y con su vocación, eficiencia y habilidad. Así se explica que le mantuvieran durante tanto tiempo. Pero a don Antonio, utilizado por sus compañeros como Jefe de Estudios durante nada menos que 20 años, nunca le fue ofrecida la dirección, como hubiera sido lógico. ¿Cómo fue posible esto? Luis Ortiz Muñoz detentaba ese cargo incluso durante los muchos años que estuvo enfermo. Ni siquiera le sustituyó Alvira, convertido en sempiterno subdirector, pero a mi entender debería haberle sustituido don Antonio, y que esto no se hiciera me parece un grave fallo del Instituto, explicable muy probablemente por el franquismo, y por la lucha de fuerzas dentro de él. Ortiz Muñoz, a pesar de su aspecto personal de moderación, debía de ser un franquista duro, hombre de confianza del régimen, y del que no se quería prescindir como garante del control político y del equilibrio de las citadas fuerzas, tan importante para el dictador. Quizá. O acaso se trataba tan solo de que era un franquista importante a quien no se quería ofender con la sustitución. 

Sin embargo, don Antonio se convirtió, paradójicamente, en la representación misma del Instituto. Y no solo por haber sido también el director del internado Hispano‐Marroquí, el fundador del Estudiantes y del instituto nocturno. Lo llevaba todo, como puede verse. Igualmente y sobre todo porque desde su cargo de Jefe de Estudios supo mantener una absoluta disciplina estudiantil sin convertirse en un déspota, sin representar la tiranía. 
Todo lo contrario: don Antonio era para nosotros -creo o yo; o, al menos, para una buena parte de nosotros- la imagen del orden y del buen comportamiento, y era duro y exigente, y hasta temido, podríamos decir, pero no odiado ni despreciado. Pues era también la imagen de la justicia y del buen sentido. Fue admirado y querido. Era una figura paterna, exigente, pero justo. Tenía carisma. Con su siempre correcta y discreta vestimenta, su cabello ondulado y gris, sus bigotes también grises y sus gafas ligeras, era refinado y elegante, bien parecido, una verdadera figura de gentleman, aunque semejara siempre más edad de la que verdaderamente tenía. Su aparición imponía. Con su megáfono plateado, el minuto de su reloj para callarnos antes de que se acabara, nunca se cumplió, como todos sabemos. Antes de transcurrir, se hacía siempre el completo silencio, era una costumbre. No había tensión ni violencia en aquel asunto: don Antonio nos daba un minuto para callar y lo hacíamos. No había problema, era un inteligente convenio que él había establecido, y uno de los ingeniosos trucos que ideó para imponer el orden sin violencia. (Tenía otros. Recordemos cuando al subir en tropel los días de lluvia desde el patio de columnas, se ponía en medio con los brazos en cruz para que se subiera en dos filas y con la prohibición de tocarle. O cuando desalojaba este Salón de Actos por clases, empezando por 1ºA). 

Por eso nunca supimos cuál era el castigo que, de no callar después de trascurrido, nos hubiera caído. Cuando sus imitadores quisieron emularle, una vez que él faltó, no supieron qué hacer cuando vieron que el minuto transcurría sin lograr el silencio. En nuestra época, que vivió su enfermedad y su desaparición como jefe de estudios, ya con mi promoción en el bachiller superior, el Ramiro se sumió en un cierto caos, que nadie supo eliminar del todo. 
Recuerdo el cambio que su cese supuso y como la aparición de inspectores de carácter represivo sublevaba especialmente a don Jaime Oliver. La desaparición de don Antonio no fue suplida por nadie, y ello a pesar de la dulzura y bonhomía de don Guillermo García Sauco, nuevo catedrático de Dibujo, a quien le endilgaron la Jefatura de Estudios, pero que no tenía ni carácter ni habilidad ni la suficiente imprudencia para imitar a don Antonio. 
Don Antonio había sido un líder, probablemente sin pretenderlo. Un líder paternal de aquella masa de chicos revoltosos, a los que sabía ordenar y hasta dominar, y a los que sin ninguna duda quería y con los que disfrutaba. Pues ese papel, el de líder paternal, probablemente le gustara bastante, le agradara, me parece a mí. Si no, no hubiera sido tan eficiente y habilidoso; y de ahí, creo yo, que durara tanto en el cargo, que lo llevara con satisfacción, y que sus compañeros tuvieran así, con él, tan tremendo chollo como tuvieron. En latín los de mi clase tuvimos a don Agustín González Brañas, en tercero, profesor adjunto y admirador de don Antonio, y a quien recuerdo más intencionado que eficiente; y luego a don Julián Gimeno, en cuarto, que a mí me parecía muy bueno, y que me dio matrícula -yo quedé muy sorprendido acerca de mí mismo al contemplarme como bueno en latín, cosa que nunca había esperado, traduciendo a César-. Y cuando un buen día, ya en quinto curso, me encontré a Gimeno por un pasillo, me dijo “Bueno, Capitel, estará usted en letras, ¿no?.” Y yo tuve que decirle “Pues no, señor Gimeno, estoy en ciencias.” “Pero bueno, pero bueno, ¿y cómo es eso?”. “Es que quiero estudiar arquitectura”. “Ah, bueno, bueno, si es así le perdono.” La carrera de arquitectura siempre les ha caído bastante bien a la gente de letras. Y resulta lógico, ya que nosotros, los arquitectos, somos, en realidad, los ingenieros de letras. Pues sabemos matemáticas y sabemos latín. 
Pero cuento esto porque el caso es que yo no fui nunca alumno de don Antonio, que daba clase de latín en quinto curso solo a la mitad de la mía, que eran los de letras. Nuestra clase estaba partida en dos. Y lo sentí, porque se adivinaba en él a un gran profesor, como mis compañeros de letras me confirmaron. Me tuve que quedar tan solo con aquella imagen de elegancia, de rigor y de bonhomía, de exigencia y de justicia, que tan adecuadamente representaba. Era para nosotros el alma misma del Ramiro. Le respetábamos y le temíamos, pero también le admirábamos y le queríamos un poco, a pesar de ser la imagen de la disciplina. Al menos, yo. 

Descanse en paz. Y hagámosle todavía otra placa, un monumento, o algo. Algo grande. Representemos al menos, aunque sea modestamente, esta celebración de su cincuentenario. 
Se lo merecía con creces. El Instituto no le pagó en su día lo suficiente, ni en dinero, ni en ninguna otra cosa. Pues era uno de esos héroes de la administración pública que a veces, y por fortuna, hay en España.

Nada más, muchas gracias.

Francisco Villarín leyendo su emocionante discurso

El 'tercio de los alumnos' se cerró con la subida al estrado de Francisco Villarín, un ex-alumno del 'Nocturno' que habló desde el corazón y nos regaló una semblanza de D. Antonio que todos intuíamos, pero que pocos de los allí presentes habíamos vivido en primera persona. Personalmente, tengo que decir que fue la intervención que más me impresionó y agradecí.
Sus palabras fueron: 

Siempre me he preguntado si la familia de don Antonio albergaría celos de las obras a las que dedicaba su tiempo y sobre todo por su total entrega a las mismas, y lo hago desde mi condición de beneficiario de una de sus predilectas: el 'Nocturno'. Y también siempre me respondo negativamente, con la certeza de que a sus hijos les inculcaría los valores que el irradiaba, como la generosidad, el respeto y amor por los demás, el espíritu de sacrificio, y todos aquellos que muchos tuvimos la suerte de poder constatar por las diversas vinculaciones personales.

Conocí a don Antonio como presidente del tribunal que habría de juzgarme para el ingreso en el 'Nocturno' en septiembre de 1956, a mis quince años, cuando llevaba más de uno de actividad laboral, con la esperanza de acceder al bachillerato, en una inédita oportunidad que se ofrecía  a quienes trabajaban. El encontrarme admitido y con la condición de alumno oficial de primer curso, me permitió desde mi ensoñación adolescente vislumbrar la posibilidad de que algún día podría llegar a la universidad.
Los nuevos grupos de alumnos, de heterogénea edad,  comenzaron a inundar sus aulas y dar vida al Instituto en jornadas de tarde y noche. Pronto  se pudo constatar la omnipresencia de don Antonio, el aprecio y admiración que le suscitábamos por nuestra dual condición de trabajadores y estudiantes, que nos abrumaba,  junto a la recomendación y exigencia por la labor bien hecha, y con la disponibilidad y la ayuda que precisáramos. Esta preocupación e interés sinceros hizo que pronto se granjeara el respeto y consideración de todos, a quien teníamos como un referente a seguir.
También tenía una gran preocupación por el prestigio académico del 'Nocturno', en que no se degradara y no se convirtiera en una academia de enseñanza libre, lugar que aconsejaba para los que pretendían quemar etapas y realizar más de un curso en un año. Y esta constante exigencia, la complementó apoyando diversas actividades extraescolares para ampliar nuestra formación, a pesar de nuestras limitaciones de tiempo, en algunas de las cuales se alcanzaron altos niveles. Así, promovió la existencia de un equipo de baloncesto, apoyó el funcionamiento de un teatro de ensayo, alentó la existencia de tertulias literarias,  de un coro, de un cine club, la edición de publicaciones y otras actividades más.

Pero en un momento, sobre el 'Nocturno' planeó la sombra de una nueva política educativa, derivada de un cambio ministerial con algunos signos preocupantes, como la desaparición del latín,  compensado con el  incremento del dibujo lineal, en un evidente propósito de reconducir este flujo de alumnado hacia carreras técnicas de grado medio, limitando el alcance del centro al nivel elemental, convirtiéndose así en un remedo de instituto laboral y dificultando el acceso directo a estudios superiores.
Ante esta situación alarmante, sobre todo para los que aspirábamos a llegar a la universidad, especialmente en el área de Letras, don Antonio se convirtió en nuestro más firme valedor, realizando infinitas gestiones a todos los niveles, logrando, indudablemente por su prestigio personal,  que se autorizara el acceso al bachillerato superior, condicionado a que se obtuviera un número mínimo de alumnos, con lo que, por su intervención, se consiguió abrir el camino hacia la meta soñada de los estudios superiores.
Superado este escollo para llegar a la universidad, que ya se vislumbraba, veíamos las dificultades para encontrar centros superiores que hicieran factible el estudio con el trabajo, como acontecía en el Instituto. En esto como en todo don Antonio fue nuestro paladín incansable para lograr la Enseñanza Universitaria Nocturna, cuyos fundamentos plasmó en un documento publicado en la Revista de Enseñanza Media.

No creo que las generaciones actuales, que felizmente gozan de una situación general más favorable, con un sistema educativo no discriminatorio y un factible acceso a la universidad, libres también del largo secuestro temporal a que estábamos abocados por el servicio militar,  alcancen a  comprender las dificultades que tuvimos los pioneros del 'Nocturno', aunque afortunadamente siempre contamos con el aliento y apoyo de don Antonio.

En la memoria de muchos está el recuerdo de un gran profesor, de un hombre excepcional y altruista, que se desvivió por ayudar en una labor social y educativa, de una manera efectiva y pragmática, y alejado de cantos de sirena demagógicos y falsos paternalismos.
Desde mi condición de antiguo alumno del 'Nocturno', con la satisfacción de haber logrado gran parte de los propósitos que me llevaron a él, quiero rendir homenaje a don Antonio, quien influyó positivamente en mi vida y exteriorizar mi agradecimiento.


La emoción flotaba en el salón de actos mientras todos aplaudíamos con entusiasmo a D. Antonio Magariños. Claro que, también, celebrábamos y reconocíamos con cariño las muy acertadas palabras de nuestro compañero Villarín, que a todos nos llegaron al alma, pero el gran aplauso de fondo, lleno de un intenso orgullo compartido, era para el artífice de aquella gran obra: el 'Nocturno'. Probablemente su mayor contribución (y han sido muchas) a la juventud española del siglo XX.


En la primera fila, familiares de D. Antonio y nuestro compañero Ramiro de Maeztu, escuchan atentamente

Tal vez se haya observado que, cuando hemos hablado de lo sucedido en este 'tercio de los alumnos', se ha prescindido de los tratamientos formales al nombrar a los intervinientes, y solo hemos mencionado nombres y apellidos. Ha sido intencionado. No es que nuestros compañeros no lo merezcan tanto como los demás (que lo merecen de sobra, por su prestigio personal y profesional), sino que nos ha parecido más oportuno regresar (al menos en espíritu) durante el relato de sus intervenciones a nuestra época del Instituto. Nos gusta más sentir esta parte del homenaje a D. Antonio como lo que, en realidad, es: un cariñoso recuerdo que los chicos que eternamente seremos para él (unos sentados en el patio de butacas y, otros, subidos al escenario) entregamos a quien nos dio mucho más de lo que cabía esperar, de lo que ningún estudiante de bachillerato ha recibido nunca.

La tercera (y última) parte estuvo dedicada a su otra gran iniciativa: el Estudiantes.
En su representación, intervino, en primer lugar, D. Miguel Ángel Bufalá, presidente del Club y presidente de honor de la Fundación Estudiantes.
Pero Bufalá no subió solo al escenario, sino que lo hizo acompañado de un rejuvenecido 'Garbaldi' que demostraba mejor salud que la del auténtico (a quien visitamos, no hace mucho, en el laboratorio de Ciencias Naturales). Al menos eso me pareció a mí, pero puede que, teniendo en cuenta que Miguel Ángel es médico, le hubiese sometido a un eficaz tratamiento para que estuviese en plena forma para una actuación tan importante.
En cualquier caso, fue un estupendo detalle que, sin duda, hubiese gustado a D. Antonio.


Miguel Ángel Bufalá y el doble de Gariibaldi, en el escenario














Tras el presidente, tomó la palabra un veterano del equipo, D. Rafael Laborde, antiguo jugador, capitán y uno de los socios fundadores del Club Estudiantes, tal como queda acreditado en su carnet de 1949:


Laborde nos contó multitud de anécdotas e innumerables recuerdos de aquellos primeros años, en los que D. Antonio acababa de poner en práctica otra de sus históricas iniciativas pedagógicas que, en última instancia, llegó mucho más allá de limitarse a ser una herramienta formativa para los alumnos del Ramiro, sino se se convirtió en parte fundamental del alma y el espíritu del Instituto, aparte, claro está, de una institución del máximo prestigio, por todos respetada, dentro del panorama deportivo español.
Al histórico 'número 7' del Estudiantes le costó bajar del estrado. Tanto que, una vez abajo, volvió a subir porque quería decir algo más. Yo no recuerdo haberle visto jugar, pero si tenía entonces, cuando salía a la cancha, la mitad de la energía que derrochó el 18 de mayo, a sus ochenta y cinco años cumplidos, tengo la seguridad de que era capaz de agotar por sí solo a todos sus rivales antes de llegar al descanso.


Rafael Laborde durante su intervención












El acto lo cerró la viceconsejera de Educación no Universitaria, Juventud y Deporte de la Comunidad de Madrid, Dª. Carmen González, quien resaltó los grandes valores de Antonio Magariños como uno de los artífices fundamentales del salto cualitativo que se produjo en la enseñanza media española de aquellos complicados años. Nos gustó ver que la Consejería de Educación, como en su día hiciera el Ministerio de Educación Nacional (así se llamaba entonces), reconocía los méritos de D. Antonio.
En su alocución, la vicesecretaria destacó la creación de los estudios nocturnos por encima de cualquier otro logro del homenajeado. A mí me parece que, con la perspectiva que nos da el paso del tiempo y la evolución de la sociedad, esta iniciativa fue, en verdad, la más trascendente.
Y esa reflexión me llevó a repasar los discursos que D. Tomás Alvira, primero, y Dr. Vilas, a continuación, pronunciaron en ese mismo lugar hace casi cincuenta y cinco años, durante el ya comentado acto de imposición de la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Ambos fueron de alabanza a las virtudes de Magariños (más a las del esfuerzo y la abnegación que a las del conocimiento y la inteligencia), pero ninguno de los dos mencionó la importancia que para la sociedad española tenía la creación (y defensa a ultranza, como bien nos explicó Villarín) del 'Nocturno'. Tal vez en aquel momento pocos tenían la visión de D. Antonio y no eran capaces de darse cuenta de su transcendencia. Claro que no solo había que tener visión, sino el compromiso moral de luchar por algo que ni siquiera se consideraba relevante en aquellos tiempos. Este hecho, añade una dimensión superior a la obra y el legado de Antonio Magariños.


El director del Instituto, D. Jesús Almaraz y la viceconsejera de Educación no Universitaria, Juventud y Deporte, Ilma. Sra. Dª. Carmen González Fernández












El director (izquierda) y la viceconsejera (derecha) con algunos miembros de la familia Magariños.
En el centro, su hija María Ignacia


En el vestíbulo del salón de actos se habían colocado unas vitrinas con fotografías familiares de la familia Magariños, muchas de ellas inéditas para nosotros, que fueron cedidas por su hijo Milé. También estaban expuestos algunos de sus libros y las atractivas grabaciones sonoras de Cicerón, con su voz recitando en latín.

D. Antonio y Dª. Pilar, con todos sus hijos.
De izquierda a derecha: Mercedes, Pitoto, Milé y Javierote (arriba); Jesús, María Ignacia y Rafael (abajo)























Sobre una mesa estaba dispuesto un libro de firmas en el que una buena parte de los asistentes escribió una dedicatoria al maestro. Se conservará en el Instituto, como recuerdo de esta jornada memorable. Este libro de firmas fue un regalo de nuestra promoción al Instituto.


Libro de firmas, obsequio de la Promoción 1965
De todas y cada una de las intervenciones obtuvimos detalles interesantes. Aparte, claro está, de su contenido general, que nos llevó por los diversos territorios recorridos por D. Antonio durante los años que compartió con nosotros, con sus alumnos... con su Ramiro.
A mí, aparte de todo lo ya comentado, me llamó la atención un detalle que surgió de un comentario hecho por Capitel. Antón dijo algo que, probablemente, todos pensábamos de las funciones de la Jefatura de Estudios. Yo, al menos, creía (y, en el fondo, lo sigo creyendo) lo mismo que nuestro compañero, cuando dijo: "... cuya misión importante es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía, sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases, acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores, organizar el horario y el calendario, etc., etc… ".
Daba la casualidad que yo acababa de leer en la varias veces comentada en otros artículos 'Memoria 1958 - 59', un texto sobre la Jefatura de Estudios que me había inquietado y, aunque parezca extraño, producido un cierto desasosiego. Tal vez lo que más me preocupó no era su contenido literal (que también), sino el hecho, en sí, de la ¿necesidad? de estar expresado con esa (un tanto impertinente) precisión en un documento oficial del Instituto. Sobre todo, a esas alturas de la vida académica del Ramiro de Maeztu, casi veinte años después de su fundación. El texto al que me refiero, recogido en la página 80 de la 'Memoria 1958 - 59', dice concretamente:


B. JEFATURA DE ESTUDIOS.
Jefe de Estudios: Don Antonio Magariños García.

a) Su misión.

Contra lo que pudiera pensarse, el Jefe de Estudios tiene limitada su actuación a ser un jefe de disciplina. Sólo la confección del horario le permite alguna intervención en la ordenación de las tareas escolares del alumno. Con él se procura disponer el trabajo de las distintas asignaturas en las horas más convenientes para los niños y adolescentes. La cantidad de horas y el programa queda minuciosamente marcada por el Ministerio.

De todo ello, lo que más me intranquiliza es el "Contra lo que pudiera pensarse" inicial. Prefiero que cada uno de nosotros haga una lectura personal de esto y dé su particular interpretación. Yo pienso que hay dos alternativas probables y me quedo con una de ellas, pero, dada la delicada naturaleza del asunto, prefiero guardármela y que cada uno saque sus conclusiones. Me parece que tiene más fondo del que aparenta en un principio.


En esta crónica del homenaje a D. Antonio, cabe incluir alguna anécdota que nos ayude a perfilar algún rasgo de la extraordinaria personalidad del maestro, por lo que, sin perjuicio de que haya muchas más, tan relevantes o más, voy a contar aquí un par de ellas, ajenas al acto del 18 de mayo, pero que me parecen dignas de ser compartidas con todos.
La primera me la contó un compañero de nuestra promoción que me ha pedido que su nombre quede en el anonimato. Me parece que tiene un contenido especialmente humano, por lo que creo oportuno incluirla aquí.
Nuestro compañero, alumno de Letras, nos cuenta, primero, algunos detalles de las clases que coinciden plenamente con lo que Óscar Alzaga nos había transmitido de su experiencia personal:

Don Antonio, ya aquejado de su cardiopatía, subía con mucha lentitud y esfuerzo hasta la tercera planta, donde teníamos el aula, y su cara azulada y voz, al comienzo de la clase, denotaban su agotamiento. Finalmente, en consideración a su dolencia, y por no quererse él dar de baja, su clase la teníamos en la planta sótano del edificio, en la cafetería. Don Antonio no sólo nos transmitía la técnica de la traducción -un equilibrio entre el respeto a la adecuada conformación de la morfosintaxis del latín al español, y que se entendiera, así como que conservara el propósito literario del autor- sino que también trataba de infundirnos los valores humanísticos de Roma para buen provecho en nuestra formación como personas.


Tras esta descripción del comportamiento de un hombre que anteponía el deber a su propia salud (estamos hablando del curso 1964 - 65, a solo unos meses de la fecha en la que falleció), viene la anécdota, contada con las propias palabras que cierto día pronunció D. Antonio en clase:

“Yo, después de toda una vida de trabajo, no he logrado ni lo que se considera la más evidente manifestación social del éxito hoy en España: haber adquirido un seiscientos”. Me dolió -por el supuesto punto de amargura que traslucía- escucharle tal comentario en clase a don Antonio Magariños, catedrático y mi profesor de Latín en el curso de preuniversitario, él que tanta riqueza intangible e inevaluable de humanidad y humanismo poseía.

A mí me parece una anécdota sobre la que reflexionar despacio. 

La segunda es de un compañero del Ramiro que hoy vive en Francia, Luis Fernando de Azaola, y está escrita como comentario personal en la página de Change.org que pide que se dé el nombre de Antonio Magariños a la plaza central del Instituto, petición que sigue en marcha, promovida por un número considerable de alumnos de todas las promociones. 
Azaola, interno en aquellos años y, por tanto, buen conocedor de otra importante faceta de D. Antonio, nos describe una anécdota que nos conmueve. Dice así:

Como docente, Don Antonio es el profesor que más veneración y respeto me ha infundido. En el ámbito personal, tuve la dicha de gozar, durante mi estancia en el internado del que él fue director, de un trato casi paternal, otorgándome con magnanimidad una confianza y una comprensión que mis resultados académicos estaban muy lejos de merecer.  
En ello influyó, sin la menor duda, el hecho de ser el cuarto hermano de la saga Azaola, todos de letras, que acogía en las aulas del Ramiro. Alumno suyo en 4°, 6° y Preu, conocí el privilegio (¡y la tristeza!) de ser el último que le entregó un examen. Fue el parcial al que nos sometimos horas antes de irnos de vacaciones de Semana Santa el año 1966 y que tuvo lugar en “la cafetería de la Petra”. 


Los compañeros, a medida que daban por concluido el ejercicio, iban abandonando el lugar y yo, esperando mejorar - de no sé qué manera - la calidad de mi traducción, terminé por quedarme sólo en compañía de Don Antonio. 
Con el tiempo impartido ampliamente rebasado, me resigné a entregársela.
-Bueno, Azaola, ¿cómo te ha salido?, me preguntó
-Pues… no sé, contesté con no poco embarazo.
Luego, como en muchas otras ocasiones y como lo había hecho ese día para permitirle llegar hasta el Aula Cero, le ofrecí mi brazo y, cruzando con enorme dificultad los campos de baloncesto bajo un sol radiante, le acompañé hasta su domicilio. Una vez allí, Doña Pilar, con su dulzura y su eterna sonrisa, me lo agradeció, una vez más, con un café con leche y unas galletas.
Tres días después, fallecía.
Aún hoy, 50 años después, sigo percibiendo a Don Antonio como una persona de una gran humanidad, equilibrio de rigor y bondad. La idea de dar su nombre a la plaza principal del Ramiro, solo puede llenarme de satisfacción. 


Todos fuimos abandonando el salón de actos, con las últimas luces de la tarde.Yo salí de los últimos, tras despedirme de muchos de los compañeros que habían llenado el patio de butacas para asistir al emocionante recuerdo de D. Antonio.
Al entrar en la plaza, me giré instintivamente mirando la pared que quedaba a mis espaldas,la de la esquina del trozo de calle que baja, pasando delante de los talleres, hacia la salida de Jorge Manrique. Y me pareció ver la placa. Allí, pegada a esos ya deteriorados ladrillos, sobre mi cabeza. Decía 'Plaza de Antonio Magariños'. Seguí mi camino hacia Serrano sin querer volverme de nuevo. Cabía la remota posibilidad de que solo hubiese sido una imaginación mía y no quería exponerme a que la memoria de D. Antonio corriera ese riesgo.

























Agradecimientos

El capítulo de agradecimientos es largo, aunque vamos a tratar de resumirlo, para no cansar a quienes han llegado hasta el final de un artículo tan extenso.
En primer lugar, tenemos que citar a la familia Magariños y, muy especialmente, a Milé y María Ignacia, cuya participación ha sido fundamental para que el homenaje haya tenido la dimensión que merecía D. Antonio. También hay que dar las gracias al resto de los familiares, algunos venido desde lejos.
No menos importante ha sido la excepcional acogida que nuestra propuesta tuvo en las autoridades académicas de la Comunidad de Madrid, en especial, las de la Consejería de Educación, Juventud y Deporte. Gracias, sobre todo, a la Ilma, Sra. Dº. Carmen González Fernández, viceconsejera de Educación no Universitaria, Juventud y Deporte, así como a D. Vicente Álvarez Martín.
Gratitud, asimismo, al Instituto Ramiro de Maeztu, personalizado en su director, D. Jesús Almaraz Olivares y su secretaria, Dª. Cristina Domínguez de Frutos, quienes con tanto cariño y excelente disposición hicieron suya la organización del homenaje desde el primer momento.
De igual modo, a quienes colaboraron con ellos para hacer posible la materialización del acto, como el siempre eficaz Ramiro, que tanto nos ayudó el año pasado en nuestra celebración.
Agradecimiento muy particular a la notable ayuda proporcionada por nuestros queridos Rosa Mª Muro y Manolo Rincón, cuya constante labor por rescatar, proteger y difundir la historia del Ramiro de Maeztu es impagable y que, como no podía ser de otra manera, han tenido una destacada contribución  al éxito del homenaje.
Y gracias, muchísimas gracias, a todos los que intervinieron, cuyos nombres ya hemos mencionado más arriba.

Muchos compañeros han derrochado buen hacer y entusiasmo para convertir en realidad el homenaje y debemos reconocérselo aquí, expresamente. Entre ellos, quiero destacar a Óscar Alzaga, Álvaro Martínez-Novillo, Luis Fernando Adrados, Vicente Ramos y Felipe Samarán, principales artífices de los preparativos que han llevado a buen puerto la celebración. Sin ellos, nada habría sido posible.
Reservo el mayor agradecimiento a todos los compañeros de nuestra promoción, quienes, con su decidido apoyo y firme voluntad, han impulsado un homenaje que todos deseábamos desde lo más profundo de nuestros corazones. No debo hacer distinciones aquí. La promoción al completo es la que tiene en su haber el mérito, así que pido perdón por mencionar unos pocos nombres que han tenido una mayor actividad, pero sin colocar a nadie por encima del resto. Ya he citado a Álvaro, en su papel de miembro de la comisión organizadora. Añado aquí a Tono Tagle, Javier Mendoza y Paco de la Infiesta.

Enorme gratitud a cuantos vinieron el día 18 de mayo. Algunos con gran esfuerzo. Entre los presentes estuvo Ramiro de Maeztu, nuestro compañero de la Escuela Preparatoria y nieto de quien da nombre al Instituto, que no quiso dejar de asistir al homenaje.
Pero, también, damos las gracias a cuantos solo pudieron estar allí en espíritu. Sabemos que son muchos y su presencia se notó. A ellos es a quienes dedicamos, especialmente, este artículo.

Y terminamos con el más importante, el gran protagonista de una jornada memorable, que es a quien más tenemos que dar las gracias:
¡Muchas gracias, D. Antonio! Estamos eternamente agradecidos.







3 comentarios:

  1. Muchas gracias, D. Antonio, por su ejemplo.

    Y muchas gracias a tí, Paco, por este trabajo.

    Juan R. Lozano

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  2. Hubo tambien un video preparado expresamente para el acto. Este video junto con otro material se han editado en un cd exprofeso para la conmemoracion. Igualmente se inaguro el dia de su 50 aniversario un pequeño museo, en las cercanias de la terraza, que aunque es de tecnologia se le ha dedicado con todo cariño.

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  3. Gracias Don Fransico Gonzales por tan notable trabajo que se, se dará corto a lo que fue y es la gran presencia del señor Don Antonio Magariños. Aunque le parezca extraño, acabo de conocer a esta gran persona por medio de este trabajo. Yo he tenido la gran fortuna de conocer y trabajar con su hija, Maria Ignacia, así que ahora cierran las fichas, se atan los cabos, se pone rumbo fijo a una idea humanitaria que en los 25 años que llevo en esta tierra, España, me empujan a continuar mi obra, comenzada en la inocencia artística por la búsqueda del efímero éxito y que hoy, traspasado este tiempo lento y melodramático en conocer un país envuelto en lágrimas líricas promovidas en pos de la austeridad del espíritu, dan aliento a mi mas sentido fulgor que una dirección siempre aunó, la de seguir la estirpe de los hombre que dieron credibilidad a la existencia del hombre sobre la faz de nuestro planeta: el equilibrio perenne de la evolución. Gracias, gracias, gracias amigo Paco por tu tiempo en tan loable tarea. Suyo. Marcelo Raúl Masciadri Bálsamo. Girona, 17 de agosto de el año 2017. (O)

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